













Texto: Toti Vollmer Según la fuente que consultes la diáspora reciente de venezolanos en el mundo es millonaria. Unos dicen que se han ido 1.200.000, otros, millón y medio. Y ese bojote de ceros es un gentío. Es la población entera de Maracay o de Barquisimeto. O como si hasta el última alma de San Cristóbal y de Cumaná sumadas se esfumaran. Impresionante, ¿no? Una generación joven que decidió hacer familia en Panamá, postgrado en Canadá, carrera en Madrid, montar un negocito en Bogotá, ser músico en Europa, inventarse una vida en Buenos Aires, un cursito de lo que sea con la intención de estirar cadivi y apostarle a una visa en cualquier sitio que no sea aquí. Millón y medio de venezolanos. Millón y medio de estudiantes y adultos jóvenes. Millón y medio que de pronto dejan de ser un número, una estadística, para convertirse en una historia triste y cercana porque es la historia que cuenta la mirada de tu sobrina, el futuro de tu ahijado, la identidad del vecinito de Laureano que se fue a Italia para no volver… o el silencio de tu muchacho. Del tuyo. De esa chamito que creció contigo desde la barriga, que estudió toda su vida aquí, que ocupó su cuarto y te sacó canas a tí, su mamá que sí pudo hacerse grande en Venezuela porque su abuelo decidió hacerse venezolano justo aquí. Tu muchacho que se crió desayunando arepa con diablito y celebrando Navidad con patinatas y hallacas, jugó pelota con los criollitos, tomó malta, chicha y Toddy, bailó gaitas. Ése que se fue a hacerse “ciudadano del mundo”, musiú, a reinventarse la cédula en otro sitio, en otro idioma quizás. En nuestra cultura -que no está acostumbrada a despachar a sus muchachos a los 18 años- la mamá, el papá, la abuela y los hermanos pocas veces se conforman con el eco que deja su voz y su imagen desteñida en el Skype. Por eso sus cositas siempre los esperan. Su ropa tal cual la dejó, así hoy esté cuatro tallas más grande o más flaca, así el fosforescente ya no esté de moda. Sus medallas de natación, intactas, como si alguien las fuera a celebrar en cualquier momento. El corcho atapuzado de pasado. El anuario junto a la chemise beige de quinto año firmada por sus panas “de toda la vida”, quienes capaz y estén en lo mismo que ellos. Casi seguro. Los muchachos se nos fueron porque Venezuela de repente dejó de ser el país de lo posible para convertirse en el de las nostalgias. Y a los muchachos no les gustó. Mercedes Romero en esta íntima colección de fotos nos muestra esta historia en imágenes, le pone rostro a la nostalgia, luz al vacío, color a la ausencia. Entra en las casas, remueve las anécdotas, alborota los amores, agua los ojos, acorta la distancia. Con su mirada curiosa y compasiva cuenta un cuento que tiene un millón y medio de versiones.